jueves, 22 de octubre de 2009

Memorias de un Templario Negro (XIII)

No juguéiz, si no queréis ser juzgados. O al menos eso dicen los antiguos textos bíblicos.
Me temo que en ese momento juzgamos mal a nuestro futuro armatura. Ni siquiera le conocíamos en ese momento.




Depués de aquella noche, abandonamos los campos de entrenamiento (¿o debería decir adiestramiento de ganado?), que la verdad, no me dio ninguna lástima, ni los recordé en algún momento de mi vida con nostalgia. No hace falta que explique el por qué. Formamos una caravana con nuestras escasas posesiones y los recién nombrados Templarios Negros nos mudamos, por así decirlo, al cuartel que hay al lado del gran templo perteneciente a la Orden, en Roma. Íbamos justo en el centro de la caravana, y hacía un frío de mil demonios. Lo peor es que más tarde comenzaría a nevar, lo que hizo que acelerásemos la marcha. Miré hacia atrás y sentí algo extraño, reconocía a mis hermanos de armas, pero no parecían los de siempre. Todos estábamos fatigados, pero manteníamos el ritmo. Al volver la vista al frente vi a Johan lejos sacando a escondidas una petaca, bebiendo de ella a ratos. Él era uno de los desgraciados que habíamos caído en la 6ª compañía. ¿Quiénes serían los demás?

Al fin se veía en el horizonte una gran empalizada, por fin llegamos al cuartel. Escuché los gritos de hombres y gruñidos en el interior de la empalizada, anunciando nuestra llegada y abriendo las puertas. Nada más entrar había montado todo un campamento que, si tenía un orden, no lo aparentaba en absoluto. Las tiendas estaban totalmente desorganizadas, pero había un ambiente más agradable y lleno vida que me sorprendió. Supongo que la gente cuando arriesga su vida continuamente vive cada día como el último, pues aquel campamento que se desplegaba ante mis ojos era un caldero hirviente de vida. Los Templarios Negros comían y bebían, jugaban a los dados, se escuchaban instrumentos y canciones (todo esto se podía calificar de pequeñas herejías) y había hombres y mujeres con una actitud algo romántica, aunque lo intentaban disimular (los Templarios Negros no pueden tener ningún tipo de relación entre ellos, ni física ni sentimental, ya que eso los desconcetraría y no les haría imparciales y objetivos, ante todo, estabamos al servicio de Dios) . Pero claro, como en todos los ejércitos, hay indeseables. Se podía percibir en el ambiente constantes peleas. Cuando pasábamos entre los veteranos nos miraban como un trozo de carne nueva, sangre fresca para la Orden. Comenzamos a buscar nuestras celdas, o mejor dicho, el sucio lugar donde íbamos a pasar las noches que no estuvieramos de campaña.

-Aquí es. Ésta es la nuestra-dije después de atravesar casi todo el barracón. Amelia dudó y arqueó una ceja.

-¿Cómo coño sabes que es aquí?

Mierda...en aquél momento creía que me matarían. Duncant sonrió y habló dando golpecitos sobre una placa colgada en la pared de las celdas mientras yo me retorcía en mi inquietud

-Porque lo pone ahí. Por lo visto Isaac sabe leer y supongo que escribir.

-¿Pero qué demonios?-dijo encarándose hacia mí- Pero eso está prohibido ¿No?. Solo el clero sabe leer-juro que creía que Amelia me iba a matar allí mismo. Duncant salió al rescate, como siempre.

-Bueno, de hecho, yo también sé leer.- dijo en un leve susurro audible solo para nosotros.

Ahora estaba más aún enfadada.

-Malditos tarados ¡Estáis locos! ¡¿Es que queréis que nos persigan como herejes?!¡No tenemos derecho a eso!¡No quiero saber nada!-comenzó a decir gritando suavemente, lo cual yo agradecía, Amelia tenía buenos pulmones para gritar y siempre parecía hacerlo cerca de mi oído. Al final suspiró girándose y nos miró con los ojos entrecerrados.-Yo también quiero ¿Me enseñaríais?

Me sacaba de quicio...al igual que yo a ella.

Duncant respondió rápidamente.

-¡Claro que sí! Te enseñará Isaac.-dicho esto me golpeó la espalda dándome ánimos, aunque no sabía para qué, y se metió en la camareta con una carcajada.

Nos quedamos solos ella y yo.

-¿Me enseñarás a leer y escribir?

-Claro, si quieres...pero ¿Dónde?

-Tendrás que enseñarme a escondidas.-escupió con un bufido, como si no le agradara nada la idea.-Tenemos una semana antes de presentarnos ante la compañía y al armatura.

Así comenzamos una rutina unos pares de horas diarias. Nos encontrábamos a escondidas en la orilla del río Tíber cerca de los barracones. Allí cogíamos una rama o algún palo errante y escribíamos en la tierra o en la arena preferiblemente. Si alguien preguntaba, estábamos entrenando, o simplemente no preguntaban y sacaban conclusiones precipitadas de lo que hacíamos allí nosotros dos solos. Pero la verdad, es que solo aprendíamos a leer y a escribir, nada más.
Lo cierto es que Amelia le puso ganas y aprendía rápido. Empezamos con la escritura inglesa, idioma que sabe hablar todo europeo por estas fechas, desde que se convirtió en la lengua común, pero el escribirlo es un privilegio que está reservado para la Iglesia. Después le enseñé un poco de latín, el lenguaje del clero.

-Los siete pecados serían: luxuria, gula, avaritia, acidia, ira, invidia et superbia. Escríbelos.

-¡Ya sé escribir los siete pecados capitales!-se cruzó de hombros disgustada-¿Y si me enseñas a escribir algo importante?

-¿Algo importante?¿Te parece poco importante saber los pecados y virtudes en latín? Aparecen en multitud de textos...

Me callé, me estaba ignorando completamente, incluso hacía una imitación burlesca de mí mientras hablaba.

-¡Bien! Pues entonces dime qué demonios es más importante que saber escribir las normas y mandamientos en latín y en inglés.

-Pues saber expresar...te quiero, por ejemplo.

-¡No te vas a encontrar eso en ningún texto ni cartel de la Iglesia!

-¡A la mierda la Iglesia!

Suspiré, la verdad es que podía saber escribir y entender cualquier cosa referente a la Iglesia Angélica (castigos, penas de muerte, mandamientos, normas...), pero nunca me enseñaron a escribir "te quiero". ¿Para qué me iban a enseñar algo así? A la Iglesia no le servía de nada enseñar a escribir o leer eso.

Tras meditarlo un rato, le expliqué como se escribía, y ella escribió en la arena, delante de mis pies, en latín, en vez de en inglés.

"Vos amo"

-Es correcto.- dije finalmente tras echar un vistazo.

Amelia suspiró amargamente, como maldiciendo en su interior. Pobre Amelia, en aquél momento yo era insultantemente ingénuo.

Y yo me digo ahora lo que ella siempre me ha dicho.

Isaac...eres idiota.

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