lunes, 19 de octubre de 2009

Memorias de un Templario Negro (X)

Cerveza. Era algo más que el simple hecho de emborracharse. Era compartir y celebrar con tus amigos y compañeros que vivías un día más. Después de todo, la existencia de la humanidad depende de un hilo cerca del tercer milenio.



Continúo.



Al cabo de un par de días llegó el momento en que seríamos nombrados oficialmente Templarios Negros. Sin embargo aún faltaban unas horas y habíamos decidido reunirnos en la taberna, ya considerada nuestro refugio.
Entre en la taberna sólo, sería casi el mediodía. A esas horas estaba desierta y la familia de Kiara se dedicaba a la limpieza y disposición de las mesas. La madre de Kiara me saludó nada más entrar, y me señaló una mesa, la mesa de siempre. Allí estaba Amelia esperando mientras jugaba con su navaja con bastante buen aspecto después de los días anteriores.

-Ya era hora de que aparecieras ¿no?- me dijo mientras me sentaba, sin ni siquiera levantar la vista de la navaja.
-Lo siento, duermo mal por las noches-me disculpé.
-Ya…a mi también me pasa. A todos nos pasa.
-¿Dónde está Duncant?
Ella se limitó a encogerse de hombros. De repente unas manos ponían unas jarras en la mesa.
-Aquí tenéis, una para cada uno-no era voz de mujer- están por la mitad porque no creo que debáis llegar trompas a la ceremonia de investidura.
-¿Duncant?- pregunté
-El mismo.
-¿Qué haces sirviéndonos las cervezas? ¿Por qué no te has pedido una?
-Oh, tendréis que disculparme-dijo poniéndose una toalla en el hombro-pero aún estoy trabajando.
-¿Trabajando?-dijo Amelia levantando la vista.
-Ayudo en la taberna todo el tiempo que puedo-explicó- es lo menos que podía hacer.

Terminamos las cervezas y me di cuenta de que cada vez las soportaba mejor. Nos levantamos y nos dirigimos hacia la iglesia donde nos encofinaron cuando iniciamos el adiestramiento de los Templarios Negros. Era de noche, había luna llena y ya estaban los pocos compañeros formando filas. Había un ambiente agitado. Corrían rumores de guerra. Lisboa se había vuelto a negar a colaborar con los Engel y la Iglesia Angélica como ya había hecho hacía unos trescientos años. Se decía que posiblemente los Templarios tendrían que solucionar esta situación otra vez. Pero cuando vimos todos por el rabillo del ojo la impecable presencia del Gran Maestre en movimiento, todos, en un sonido sordo y violento nos encajamos en nuestras posiciones, rectos y firmes.
Nos condujeron por el pasadizo. Había una sala enorme repleta de verdaderas armaduras de Templarios Negros. Eran para nosotros.

Esas armaduras me resultaban realmente bellas. Totalmente oscura, con adornos de plata, orlada con una magnífica cruz blanca templaria.
Me deshice del peto de buen gusto. Me había protegido de lo físico, pero me traía a la memoria malos recuerdos. Todos estaban en movimiento. Amelia ya se había hecho con una armadura y Duncant aún buscaba. Conseguí una que parecía quedarme bien. Nos ayudamos entre nosotros a ponernos en condiciones las armaduras, había bromas y risas en el aire. Tanto tiempo con aquella panda de maloliente guerreros y guerreras nos había convertido en una piña, una gran familia. Estábamos realmente sincronizados.


Listos para, a partir de ahí, lucharíamos por lo que creíamos…o al menos los intentaríamos.
Avanzamos hacia el altar, hacia el profeta Jesucristo crucificado del altar que nos miraba a todos como si supiera el destino de cada uno de nosotros. Fuéramos a donde fuéramos, nos seguía con la mirada. Una mirada triste…como nuestros destinos. Muy importante debía ser ese profeta para estar en todas las iglesias de la antigua Europa prediluviana. Desenvainé la espada, en la que se reflejaba la luz que atravesaba las vidrieras de la Iglesia-fortaleza, y clavé su punta en el suelo. Hinqué la rodilla derecha en el suelo y agaché la cabeza de forma sumisa besando la empuñadura de mi espada, ante el Gran Maestre (Decani). Alzó los brazos, levantó su rasurada cabeza y la luz de la luna que atravesaba el tragaluz del techo de la Iglesia le bañó. De repente gritó hasta quedarse sin aire:


-¡Las empuñaduras de vuestras espada serán vuestra cruz! ¡Las hojas de vuestras espadas serán vuestra fe! ¡La danza de vuestras espadas serán vuestras oraciones!

Todos los presentes arrodillados besando las empuñaduras de sus espadas respondieron en coro cada uno para sí mismos.

-La empuñadura de mi espada es mi cruz. La hoja de mi espada es mi fe. La danza de mi espada es mi oración.El Gran Maestre volvió a alzar la voz tan fuerte que las vidrieras resonaron como si fueran a estallar.

-¡Vuestras espadas purificarán al impuro!¡Vuestras espadas liberarán al pecador!

Respondimos igual, en murmullos crecientes interiores.

-Mi espada purificará al impuro. Mi espada liberará al pecador.

El Gran Maestre respiró profundamente y soltó aire con otro alzamiento de voz.

-¡La sangre vertida de nuestros enemigos es el castigo de los pecados!¡La sangre vertida de vuestras carnes es el perdón de vuestros pecados!

Contestamos.

-La sangre vertida de mis enemigos es el castigo de los pecados. La sangre vertida de mis carnes es el perdón de mis pecados.

Silencio. El Maestre sudaba y tenía una sonrisa extraña en la cara.

-¡Cuando cumplais en la obra de Dios, Él os liberará!¡Los caminos del Señor son inescrutables!Respondimos sumisos, mirando siempre al suelo.

-Cuando cumpla en la obra de Dios, Él me liberará. Los caminos del Señor son inescrutables.

Contenimos el aliento esperando las palabras del líder.El Maestre nos tocó con su espléndida espada en los hombros, como ceremonia de investidura. Cuando terminó dijo:

-Levantaos...Templarios Negros.

¡Por fin! Nada más decir eso nos levantamos gritando como un solo hombre como si quisieramos que nos escucharan en el Reino de los Cielos.

-¡¡¡No para nosotros, sino para la gloria de Tu Nombre!!!





Ingénuos...

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