viernes, 16 de marzo de 2012

Sangre y Arena

La explanada árida se mostraba tranquila y pacífica, por el momento. Sus únicos habitantes, las pequeñas alimañas y reptiles, notaban la presión rítmica y marcial del paso de los miles de mortales cruzados. Se retiraban a sus madrigueras y las rocas sedientas, sabían que se acercaba una tormenta, una tormenta de sangre y arena.

El sol estaba alzándose a su trono en el desierto de Judea. Por el horizonte se podía ver una sombra, emborronada por las olas del aire abrasador. Sin previo aviso, la sombra se volvió nítida y clara conforme se acercaba. Un hombre totalmente embutido en una armadura llena de pliegos plagados de versos angélicos lacrados en su armadura. Una capa blanca le ondeaba de sus poderosos hombros, castigada por el torrencial y siseante aire del desierto. Al cinto, un espadón y en sus manos un yelmo ornamentado con plumas de ángeles. Portaba un enorme estandarte con un blasón militar, que mostraba un ángel redentor que ondeaba sobre su cabeza. El Gran Maestre de la Gran Orden Templaria, Jean Paul Dómine, vio el desierto hasta donde le alcanzaba la vista. Sonrió. Allí residía su destino. Clavó ahí su estandarte y dejó que la bandera empezara su lucha contra el clima de la batalla. Ahí plantarían batalla y si no, pondrían cara sus vidas. La derrota no era una opción.

-¡Hombres de Dios! ¡Aquí plantaremos batalla!

Del pliegue del horizonte, ocultos por la naturaleza, comenzaron a surgir hombres y mujeres en formación. Armados y protegidos por fe y acero, respondieron a su señor con un grito de guerra. El suelo temblaba, pues se arrodillaba ante unos 30.000 hombres que andaban en formación hacia el desierto.

Los cuatro Mariscales de la orden se acercaron a su señor al galope ondeando los estandartes de sus órdenes militares. El Gran Maestre Jean Paul, montó su corcel de guerra.

-¡Formen la milicia al frente! Quiero a los escuderos de St. David al frente, absorberán los proyectiles. Quiero a la Orden de Longinos detrás de ellos, a la espera de engendros gigantes. Maestre Pedro de Roma -aludió a uno de ellos, vestido con ropajes blancos y una cruz negra en su pecho-, quiero todos tus Templarios Negros formados en el flanco izquierdo. El flanco derecho le servirá de destacamento al central. Sobre las mesetas rocosas quiero a todos los arqueros disponibles, que nos den el fuego de cobertura necesario para maniobrar. Formad y que Dios nos lleve a la gloria.

Los cuatro mariscales, entre los que se encontraba nuestro Maestre y señor del Negro Temple, Pedro de Roma (apodado la Roca por sus hombres, ya fuera por su inexpresión ante las malas circunstancias como por coraje al mantener una posición indefendible), salieron al galope a formar sus tropas en el desierto rocoso. El sol seguía ascendiendo, provocando cada vez un calor asfixiante. Pero ninguno, absolutamente ninguno de los 30.000 cruzados se quejaron. Estaban allí para sangrar por sus pecados. Estábamos...

La Orden de Templarios Negros formó en el flanco izquierdo. Cien caballeros embutidos en sus negras armaduras y sus blancas cruces esperaban las huestes de Lucifer o Dios sabe qué, mientras hacían las paces con su alma. El viento nos azotaba y nos traía el látigo de la arena y penetraba en nuestras cotas de malla, lo que sacaba de quicio a más de uno; incluso hacía que ansiáramos la llegada de los bichos.

Mientras preparaba las riendas y la silla de montar de Humildad, mi corcel asignado desde mi instrucción como Templario Negro, miraba cómo los hombres eran confesados.

Aquella era la Tercera Gran Cruzada contra los herejes y la prole de insectos del Señor de las Moscas. Todos los que estábamos allí venían obligados, forzados a servir en el frente, o "voluntarios" que esperaban que Dios le favorecieran en un ruego o promesa. Yo iba por partida doble: obligado y voluntario. Obligado por la Madre Iglesia, que me lo exigió por acogerme cuando era niño; y voluntario, porque esperaba que con ello Dios salvara a mi madre del infierno y ni siquiera sabía si iba a cumplir el de arriba su promesa.

La voz de mi nuevo armatura resonó marcialmente. Aún seguía acostumbrado a Gorke, pero qué se le iba a hacer, tuve que dejar atrás a mis compañeros para poder encontrarme conmigo mismo.

-El Maestre ha dado la orden de formar ¡Compañía, monten!

-¡Aur!- respondimos los nueve mientras montábamos a la vez.

El ejército que representaba toda la humanidad esperaba, contemplando el desierto en perfecta formación. El cruel viento de levante nos castigaba trayendo un mar de arena hacia nosotros. Nos mantuvimos inquebrantables, como estatuas que conservarían la memoria de que una vez existió la humanidad y que plantó cara a la Bestia. Mirábamos al frente pese a los castigos del clima. Observábamos fijamente los cañones de las montañas rocosas que se encontraban al fondo del desierto de Judea. Era un desierto extraño, más rocoso que arenoso. Una sombra pequeña se vio entre la nube de arena y todos echamos manos a nuestras empuñaduras a pesar de la lejanía del objetivo. Podría ser cualquier cosa. Dos, tres, cuatro, diez, veinte, cincuenta, cien, ciento cincuenta, doscientos...

-¿Qué diantres? ¿Son todos humanos?- preguntó un caballero intentando escudriñar en el interior de la tormenta.

-Herejes- confirmó alguno con buena vista.

Eso alivió mucho a las tropas, no eran engendros. Por alguna razón, seguíamos inquietos, aferrando las cruces de hierro de nuestras identidades.

En el frente las figuras se movían. Las siluetas de aquellos hombres eran peculiarmente extrañas. Vimos al primero de ellos. Un enorme guerrero embutido en quitina y con un par de alas de insecto. Tatuado de pies a cabeza con versos blasfemos por todo su cuerpo y pintura de guerra en su rostro; portaba un espadón, que no era más que la enorme pinza de un engendro forjada a modo de espada.

-Tentados...-se escuchó débilmente a mi derecha

- Por todos los diablos...¡Nos superan en número!- se escuchó por otro lado.

-¡Son el triple que nosotros!

-Oh, Dios mío...- se santiguó otro.

Desmontamos todos, necesitaríamos más tarde los caballos. Muchos de los escuderos marcaban su tendencia a huir. El Gran Maestre de la Orden llegó al galope, haciendo revistas de las tropas mientras levantaba un rastro de polvo infernal. Sacó su espada centelleantes por un sol de justicia. Se escuchaba un estruendoso traqueteo de las armas haciendo amago de retroceder. Aquella batalla era imposible de ganar. Habíamos estado hostigando a un implacable demonio que había mandado sus legiones y arrasado Europa. Los habíamos perseguido por tierra y mar,acosándolos, persiguiendolos con ira y fervor justicieron. La plaga que habían lanzado había sido inhumana incluso para un señor demoníaco. Los supervivientes de aquella catástrofe habíamos formado un único ejército, con la voluntad del Papa y de los Grandes Mariscales, convocando popularmente una Tercera Gran Cruzada o Gran Purga... algunos incluso nos llamaron los Protectores de la Humanidad, debido a que teníamos que sustituir a la mayoría de Ángeles que habían sucumbido a las tentaciones o habían muerto ante la Gran Plaga. Estábamos exhaustos, cansados, con el alma quebrantada, pero teníamos que continuar para llegar hasta el corazón de la Bestia. Sabíamos que pocos sobreviviríamos, pero si no éramos nosotros, ¿quién lo haría?

Aquella imagen fue el colmo de la desesperación. No había posibilidad alguna de vencer y vivir. Teníamos que huir y salvar la vida y el Gran Maestre de la Orden leía el miedo en nuestros ojos. Los tambores del enemigo resonaban y hacían ecos en el infinito, dando una marcha mortal que resonaba por los siglos de los siglos desacompasados con nuestros corazones. El miedo...el miedo era el arma más poderosa del enemigo. Pero nosotros aún teníamos esperanzas.

-¡Hombres de Dios! ¡¡Hombres de Dios!!- gritó con más autoridad al ver a los escuderos de Trípoli dar pasos atrás. Muchos dieron un paso adelante, pues parecía que el Gran Maestre iba a dar una de sus arengas-¡No retrocedáis! ¡No retrocedáis! Los hombres puros no retroceden, solo avanzan. No miramos atrás, el pasado pasado queda atrás. ¡Miremos al futuro y a la prueba que Dios nos plantea! Miremos a la cara de la bestia y sigamos adelante con ímpetu y humildad. Sé que son muchos los años que llevamos en esta cruzada sangrienta. ¡Sí, son muchas las muertes que han ido regando el camino por donde hemos pasado! La de nuestros hombres, los suyos, los de todos y los de nadie. No veo aquí la bandera de ninguna orden, ni la de ningún señor feudal. ¡Aquí veo a la gran humanidad reunida por la salvación! Su espíritu y su lucha, su muerte y su redención.

Tragué saliva, el ardiente sol secaba hasta la esperanza, tiré el yelmo a la arena para poder ver mejor la escena.

- Sí, sí...podríamos huir y vivir más tiempo. Sería muy fácil huir. ¡Sí, podéis huir! ¡Huid y escribid vuestro destino en arena!- desenvainó el espadón y lo alzó al cielo, creando un reflejo de luz que bañó nuestras almas- ¡Luchad y lo grabaremos en piedra! Y una cosa os diré...solo las historias escritas en piedra consiguen la inmortalidad y aguantar el inquebrantable paso de los siglos. ¡¿No queréis este destino de gloria eterna?!

Los hombres murmuraban. Otros lloraban y cientos se habían arrodillado ante el poderío de nuestro Gran Maestre. Los cruzados habían clavado sus espadas para orar y escuchar las palabras de su señor.

- ¡Los que dais un paso atrás! ¿Acaso olvidasteis a nuestras mujeres violadas? ¿A nuestros granjeros empalados? ¿No recordáis como proclamamos la cruzada con un Deus Vult en los labios? ¿No queréis acabar lo que empezamos? ¡¿Dejaréis que esta plaga llegue otra vez a nuestros hogares?! ¡Esta es vuestra oportunidad para proteger a vuestros hijos y darles un futuro mejor en esta tierra! ¡¿Queréis morir viejos recordando que podíamos haber acabado con este mal y no quisimos?! ¿Podréis mirar a vuestros hijos a la cara después de no haber querido hacer justicia? Pocas veces se nos brinda la oportunidad de llegar hasta la guarida de la Bestia ¿Vais a desperdiciar esta oportunidad de matar a nuestro enemigo para el resto de los siglos?

-¡¡NO!!- gritamos los miles de hombres y mujeres allí congregados.

Los tambores comenzaron a redoblar un ritmo triunfal y algunos sarielitas comenzaron a entonar sus cantos más inspiradores. Era extraordinario lo de aquél hombre. Nos había convencido a todos de que íbamos a luchar y nos había inflado con una justicia divina. En las palabras está el misterio del hombre...y de los sentimientos que encierran. También el arte de la manipulación...

-¡¿Vamos a dar un paso atrás?!

-¡¡NO!!

-¡La última vez fue Constantinopla! ¡La próxima vez podría llegar esta plaga infernal a nuestros hogares! ¡¿Qué vamos a hacer?!

-¡¡Vamos a luchar, señor!!

-¡¿Y cuando caigamos en batalla qué haremos?!

-¡¡Besaremos la tierra que regamos con nuestra sangre!

-¡¿Qué haréis cuando miréis al enemigo a los ojos?!

-¡Nos lo llevaremos con nosotros al Infierno!

-¡¿Cómo lo haremos?!

-¡Con gloria y temple!

-¡¡Por Dios, la Madre Iglesia y nuestra amada tierra!!

-¡¡Deus Vult!!

-¡DIOS LO QUIERE!

El eco desesperado de los 30.000 hombres resonó por el desierto. Muchos años después de aquella masacre se llegó a contar que si te quedabas en silencio y en paz con tu alma, podías escuchar en el desierto aquella carga, cada una de las oraciones de los hombres y las lágrimas de los hombres que caían en la arena. Cargando a nuestro enemigo a través del desierto de Judea, la batalla acabó rápido, sembrando en la arena con nuestros cuerpos.

Pocos sobrevivieron...y solo aquellos comprendieron que caímos de lleno en la trampa, causando el gran mal que queríamos destruir.

Una serpiente alada vio el ejército humano desde el enorme cañón de roca efímera. Siseó una risa escalofriante como respuesta ante el avance de los humanos. Legión tenía razón, había sido demasiado fácil atraer a la humanidad a aquella trampa...qué valentía tan estúpida.

En cuanto estuvimos lo suficientemente cerca...los engendros salieron de la nada.

Nos habían engañado, no había marcha atrás.

Aquello no era una batalla. Solo formábamos parte de un sacrificio.