lunes, 19 de octubre de 2009

Memorias de un Templario Negro (VII)

Me vence el sueño...no puedo más. Pero voy a continuar escribiendo, cuando esto acabe tendré tiempo para dormir...eternamente.


Y por fin había llegado.


Había llegado el día…
El día en que nos convertiríamos en verdaderos Templarios Negros.
El día en que nos convertiríamos en verdaderos soldados por la causa de Dios.
¿Por la causa de Dios o la de la Iglesia? Es una duda que llevaría conmigo durante mucho tiempo.
Allí estábamos los tres, delante del cuartel, equipados y dispuestos a llegar hasta el final. Nos miramos en silencio mientras el sol se desperezaba. Tras escuchar el lejano canto matinal de un gallo, asentimos con la cabeza entre nosotros y comenzamos a dirigirnos con paso firme hacia el patio de arena.
Nos pusimos firmes en línea todos los aspirantes. Nos vendaron los ojos, y unas manos invisibles me guiaron hasta un lugar totalmente aleatorio del patio de arena. Cuando todo quedó en silencio y organizado se escuchó la potente y firme voz del Gran Maestre de los Templarios Negros:
-¡Si queréis ser verdaderos Templarios Negros debéis tener una fe ciega en vuestros superiores y en Dios, anteponer el deber a la conciencia y los sentimientos y enfrentaros a lo desconocido que se interponga en el camino de Dios. Sea humano, engendro o hermano! ¡¿Queréis ser Templarios Negros?!
-¡Si¡-respondimos al unísono.
-¡¿Queréis servir a Dios, alabado sea su Nombre?¡
-¡Si¡-rugimos como un solo hombre.
-¡¿Queréis combatir al Señor de las Tinieblas, morir gloriosamente y ganaros el honor de estar en el Reino de los Cielos?¡
-¡Si!-enloquecimos.
-Entonces ¡Matar o morir! ¡Ataque al frente!
¿Ataque al frente? ¿A que nos enfrentábamos?
Inconscientemente puse la espada en posición de defensa pero aquello era inútil, no podía ver a qué me enfrentaba. Así que puse la espada en ristre por si algo me atacaba. Escuché un grito de batalla enfrente de mí y cada vez se escuchaba más y más próxima. Pero aquello era absurdo, no era posible que nos enfrentáramos contra personas con estas espadas tan afiladas, podríamos matar a alguno de nuestros compañeros inconscientemente.
El grito de batalla que se oía enfrente mía cesó violentamente notando una fuerte presión en mi espada en ristre. El grito de batalla ahora era de dolor angustioso. No pude remediar quitarme la venda de los ojos. ¿Qué se había clavado en mi espada?
O…
¿Quién?
No podía ser…un muchacho pecoso con los ojos vendados estaba atravesado por mi espada. ¡Pero si yo no había hecho nada! Seguramente el desgraciado muchacho cargó contra mí atravesándose irremediablemente en mi espada.
La situación era surrealista, no solo nos habían hecho luchar a ciegas, sino que además nos pusieron de contrincantes a nuestros hermanos de armas. Todo para comprobar la fe ciega que poseíamos y de lo que éramos capaces en las peores situaciones.
Caí de rodillas en la arena, viendo retorcerse de dolor a mi contrincante. Me arrastré hasta él suplicándole perdón, gritándole indulgencia. Él solo se limitaba a mirarme acusadoramente sin pestañear. Horriblemente descubrí que esos ojos ya no veían. Le bajé los párpados para que dejara de mirarme de esa manera. La barbilla comenzó a temblarme, no era consciente de la caótica batalla que se desenvolvía a mí alrededor. Una batalla en la que no luchaban soldados ni guerreros ni enemigos, sino amigos, compañeros, hermanos, amantes…

Mis manos estaban llenas de sangre y ahí fue cuando realmente me di cuenta de que le había arrebatado la vida a alguien.
Grité histéricamente durante el resto de la prueba arrodillado frente a mi víctima, cogiendo fuertemente puñados de arena con sangre, dejando que resbalase entre mis dedos.


Pero eso no fue lo peor, lo mío no fue nada comparado con lo de Duncant. Él mismo fue el escriba de su pesadilla.


"No alcanzaba a comprender lo que pretendían. ¿Fe a ciegas? Lo único que tenía claro es que Amelia no tendría problemas en pasar la prueba, y si me echaba atrás perdería todo por lo que había luchado. Ignoro cuantas veces recé antes de desenfundar mi arma, cuyo sonido metálico sesgó el silencio a mí alrededor.
La arena parecía sujetar mis pies dándome equilibrio y mientras continuaba mis rezos me puse en guardia. Escuché algo avanzar por mi izquierda y mi primer movimiento fue de esquive. Por muy poco, fuera quien fuese... era rápido, muy rápido.
Lancé mi primer fondo y me pivoteó por un lateral.
Las vendas de los ojos estaban prietas pero de repente se oscureció la claridad que penetraba a través de ellas y supe que tenía a mi enemigo demasiado cerca, así que lancé otro ataque más corto, impactando de lleno.
Sentí la sangre cubriéndome las manos y salpicándome la cara a la vez que un leve quejido llegaba a mis oídos. Me quité las vendas y deseé morir.
Kiara... se encontraba entre mis brazos con mi acero atravesando su pecho.
- No... no... ¿por qué? - le acaricié el rostro temeroso y aparte las vendas de su rostro
- Duncant – ella me sonrió, una sonrisa dulce cargada de perdón que me arrebató el alma.
- Yo... lo siento, Kiara... - las palabras no querían aflorar, igual que el llanto
- Te quiero
- Y yo a ti, más que a mi alma... mi princesa de ojos dulces... - salió de mis labios como un leve susurro tras el cual su cuerpo se destensó - ¿Por qué a ella?... ¡¿Por qué a ella?! - finalmente grité. No podía comprenderlo. ¿Por qué razón tenía que llevársela? ¿No tenía suficiente con mi madre y mi hermano? Me quedé ahí, inmóvil, abrazándola como si nunca lo hubiera hecho y susurrándole que la amaba repetidas veces, hasta que una mano se posó sobre mi hombro.
- Enhorabuena, Duncant, eres un Templario Negro – era la voz del Maestre
- ¡¿Enhorabuena?! ¿Es así como Dios prueba nuestra fe, arrebatándonos lo que más queremos? ¿Es así? - la ira con la que me había levantado para hablarle se desvaneció devolviéndome debilidad y volví a caer de rodillas, para apartar unos mechones de su cabello y besarla en la frente.
- Así lo ha elegido el Señor."


Deseé tener la fuerza suficiente para poder arrancarme los ojos de la cara después de ver el accidente de Duncant, porque a aquello no se le puede llamar asesinato. Asesinos y asesinados éramos víctimas. El Gran Maestre se dirigía ahora hacia mí. Cuando me alcanzó, yo ya no tenía fuerzas suficientes para gritar. El Gran Maestre puso una mano en mi hombro, al igual que hizo con Duncant.
-Enhorabuena, Isaac. Eres un Templario Negro.
Sólo me limité a mirarle atónito. Al ver que no decía nada se fue al siguiente desgraciado que mató a uno de sus compañeros para darle la enhorabuena.


¿De verdad queréis servir a la Iglesia?

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