domingo, 11 de octubre de 2009

Memorias de un Templario Negro (I)

Mi infancia.
Algo borroso y nublado. Algo tan lejano y tan presente que algún día tenemos que dejar atrás para olvidarnos de que una vez, fuimos niños.
Entre todos esos recuerdos confusos siempre estará el rostro de mi madre, la que me dió el regalo de la vida. No recuerdo nada de mi padre, si es que en algun momento tuve. Tampoco tuve ninguna tierra...nada, mi tierra era la que pisaba en ese momento. Mi madre siempre dijo que veníamos del sur, de alguna tierra cálida bañada por el Mar Mediterráneo de la destrozada Europa del año 2637.



Si había algo que no fuera cambiante en mi infancia, eran los campos de arroz donde trabajábamos de sol a sol para cualquier señor con tierras.
Si había algo que amaba de mi infancia era el olor a hierbabuena que desprendía las ropas de mi madre, donde me apretujaba y me protegía como el niño que era.
Si había algo que temía más que nada, eran esos jinetes siniestros que me perseguían.

Cuando ellos aparecieron, es cuando dejamos nuestra tierra y comenzamos una vida nómada. Llegaron sin avisar a través la oscuridad de la noche, de donde no salieron, pues ellos formaban parte de esa oscuridad. El primer caballó entró majestuoso en la aldea, pisando con fuerza el barro que estaba formando la lluvia helada. Eran magníficos corceles de guerra, y sus jinetes no se quedaban atrás. Eran oscuros, armados con placas de dura y flexible madera oscura, y enormes espadas bastardas.
Llegaron en formación de cuña, cuyo vértice estába formado por el líder de la banda. El llamado komtur.

A pesar de la horrible noche, unos pocos niños de la aldea habíamos salido a jugar, ya que no debíamos desaprovechar nuestros casi inexistentes momentos de juegos. Cuando empezó a llover sólo quedábamos tres, algo así como unos breves compañeros de juegos: no recuerdo sus nombres y menos aún sus caras. Mirábamos ocultos con curiosidad y miedo a los recién llegados. El pater de nuestra aldea salió en seguida de la iglesia demasiado tenso para preocuparse de la lluvia y se aproximó al primer jinete. El pater, el pobre hombre que nos daba misa todos los días, temblaba, y no era por la lluvia, que le había calado hasta los huesos.
-Habéis llegado pronto este año-comenzó el pater a decir al jinete, el cuál le hizo callar con un puño cerrado.
-Venimos en el momento en que nos proponemos y porque la causa de Dios lo requiere. Ya sabéis qué tenéis que hacer-La voz ronca del jinete sonó clara y decidida, un tono que apremiaba y amenazaba.


-¿Pagar el Diezmo de niños?

La respuesta a la pregunta dubitativa del pater fue una patada en el rostro por parte del jinete, que seguía aún montado. El pobre hombre cayó al barro, y se volvió arrastrándose penosamente hasta la iglesia de la aldea. Minutos después tañía la campana de la parroquia. Eso significaba que teníamos que salir al patio principal. Pero no nos movimos de nuestro escondite, hasta que nos descubrieron nuestras respectivas madres en nuestro escondite.

-Vamos, al patio.-dijo una de las madres tirando de su hijo. Parecía desganada y temiendo lo peor.

Otra de las madres que había cerca se llevaba su hija a rastras al patio, ella lloraba. Solo teníamos 5 años. Pero esa noche quedó grabada en mi memoria.

Mi madre parecía enfadada y temerosa, se quedó quieta y vió como los demás campesinos iban en fila cabizbajos con sus niños.
-¿De verdad queréis hacerle esto a vuestros hijos?-dijo mi madre mientras yo me agarraba a sus faldas, algo que siempre hacía cuando había riesgo de perderse entre la multitud, o simplemente, estaba asustado.

-Lo hacemos por la causa de Dios.-dijo una de las madres
-No pienso entregar a mi hijo ni por la causa de Dios ni por la de nadie.

Algunos pararon a medio camino al patio, girándo su cabeza a mi madre, que se había separado de la marcha.

-Tu hijo serviría a Dios.-se aventuró a decir una de las madres-¿A quién mejor podría servir? ¿Quién mejor que Dios para cuidarle y amarle?
-¡¿Que quién mejor para cuidar y amar a mi hijo?! ¡Pues su propia madre!Estoy segura de que yo me preocuparé más de mi hijo que el mismísimo Dios. No pienso entregar mi hijo a Dios, y menos que sirva a la Iglesia.-uno de los padres se llevó una mano a la boca, asqueado. Al fin replico una sola palabra y una mirada de reproche.
-Hereje.



Todos las madres con sus respectivos niños fueron al patio. Mi madre me abrazó y se escondío conmigo entre mis brazos. Desde el escondite podíamos ver como el Komtur pasaba revista de los niños y señalaba a los elegidos para servir a la Iglesia, dentro de algún puesto irrelevante de la gran jerarquía. El Komtur se percató, aún no se cómo, de que faltaba un niño. Y así se lo hizo saber al cura que estaba todavía lleno de barro.

-Falta un niño.
-Oh-oh no sé dónde puede estar.
-Necesitaremos a todos los niños de esta aldea.
-P-pero si casi vais a dejar el pueblo sin niños.
-La situación lo requiere. La Iglesia necesitan estos niños.-el komtur pareció dudar, y luego añadió con una media sonrisa y con una media verdad.-Serviran a Dios como funcionarios de la Iglesia.-Tráeme a ese niño que falta.
-Por supuesto, señor.-dijo el pater, sumiso.

Volvió con las manos vacías. Mi madre se había escondido conmigo bien, o el pater no quiso buscar demasiado.

-Lo s-siento señor caballero, me temo que tendréis que prescindir de ese niño.
-Tengo que verlos a todos. Yo juzgaré si no le necesito.

A menudo se dice que los jinetes siniestros tienen una clarividencia para ver si ese niño es indicado para servir a la Iglesia desde dentro. Si era así, el niño era señalado por el Komtur, y de esa manera cambiaba su vida para siempre. Mi madre no lo iba a permitir. El pater insistió en que dejaran en paz a ese niño. Yo.
-Traedlo.
-Por favor...marcháos de nuestro pueblo, no quer...
El Komtur le decapitó sin demasiado esfuerzo. Al ver tal macabra escena delaté mi posición gritando como un niño. Mi madre me tapó la boca y salió corriendo. El komtur la persiguió, pero ella conocía el lugar, por lo que acabó perdiendo de vista al jinete en el bosque. Pero nos habíamos metido de lleno en una trampa. El Komtur apareció de la nada al galope y me atrapó por el cuello, levantándome sin dificultad y alzó mi rostro frente al suyo, estando aún montado en el corcél. Me ahogaba, pero abrí los ojos. Mis piernas bailaban en el aire, me tenía apresado. El komtur me analizaba con sus fríos y duros ojos. Sus ojos leyeron los míos. Me conoció con una mirada, y evidenció el resto.
-Veo miedo...miedo a la pérdida. Un miedo que te hará luchar. Veo tu rabia tras una máscara de inocencia. Serás un niño callado y tímido que hasta temerá que la niña a la que ama le tome de la mano. Me odias, y no serías capaz de matarme aunque me dejara. Pero eso se arreglará, perderás el miedo a matar, porque te irán quitando poco a poco todo lo que amas. Te endurecerás, porque lo que verás será tan macabro y duro que acabarás perdiendo la sensibilidad. Por que así serás un hombre de este mundo. Aún así no te dejarás apresar por una fe establecida ¿verdad? Lo leo en tus ojos. Eres un rebelde. Tu único remedio es servir a la Iglesia.

El grito ahogado de mi madre al escuchar esas palabras acabó cuando derribó al jinete de su montura, y lo apuñaló hasta la muerte en la parte más vulnerable de la armadura, su cuello. Podría haberse defendido, pero yo era un peso muerto en sus brazos. Yo me desmayé, pero aún así creo recordar las palabras de mi madre.

-Sólo nosotros somos los dueños de nuestro destino. Asqueroso angélico.-dijo escupiéndo sobre su cadáver.


Desde ese momento pasaron 4 años de huida hacia el norte de Europa. Aunque realmente dejaron de perseguirme hace mucho. Supongo que mi madre no tenía gran simpatía por la Iglesia.

En ese momento no comprendí para que me querría la Iglesia.
Solo era un niño.

1 comentario:

  1. Un niño. Ahora un adulto. ¿Qué más da? La mierda que pulula sigue siendo la misma, ¿no, Isaac?

    ResponderEliminar