miércoles, 1 de julio de 2009

Los Ángeles de la Muerte (II)

Los engels volamos hacia la ciudad fortaleza de Zurich en llamas. Las murallas externas habían caído, y la más cruda batalla se encontraba en el monasterio-castillo que dominaba la ciudad. Kanpekiel, volando con los ojos cerrados, volvió a hablar por canal; y yo, el gabrielita Miguel, tenía mis dudas antes de entrar en batalla pues era la primera vez que entraba en combate a gran escala.

-Caeremos sobre los infieles desde el cielo ¿De acuerdo?
-Si, señor-respondieron todos mis compañeros menos yo.
-¿Y qué ocurre con los humanos, con los Templarios?-repliqué.

Kanpekiel puso una cara que yo describiría como un leve desprecio.
-¿Esos humanos? Están haciendo su trabajo, y si han de morir ¿Quiénes somos nosotros para interponernos en el destino que le impuso Dios Todopoderoso?

Me detuve en pleno vuelo.
-¿Estás diciendo que nuestros destinos están predeterminados?
Kanpekiel se detuvo, pero no se giró para mirarme.
-No, quería decir no podemos dejar nuestra misión por proteger a tres humanos.
-¡Esos tres Templarios protegen la puerta del monasterio!
-Es su cometido. Y yo tengo que cumplir con el mío, que es eliminar a los enemigos de Dios. Y ahora si me disculpas, tengo una batalla que liderar.
-Pues no cuentes conmigo-dije echando el vuel hacia el monasterio.

Raifel, mi compañero gabrielita, me habló por el canal que mantenía abierto el miquelita Kanpekiel.
-Iré contigo.
-¡No! Quédate con el líder, te va a necesitar.
-Como quieras.
-Ángeles de la Muerte, hasta que la Gabriel nos señale-esa era nuestra frase.

-Ángeles de la Muerte...-contestó Raifel
Kanpekiel nos interrumpió.
- Este desacato de órdenes pueden implicar muchos muertos, ángel que dice llamarse Miguel. No lo olvides, cargarás con la culpa por no cumplir tus responsabilidades.
- ¡Mi deber es proteger a los hombres!
- ¡Tu deber es cumplir órdenes!
- ¡¿De quién?!¡¿De ti?!
- ¡Exacto!¡Tienes que cumplir mis órdenes!¡Es el mal menor, al igual que yo cumplo las órdenes que me impone la Madre Iglesia! - los cabellos de Kanpekiel le caían sobre el rostro, que con la ayuda del resplandor de las llamas de la ciudad sobre la que volaban, le daban un aspecto feroz.
-¡Pero hay que salvar a esos Templarios!
-¡Tenemos que poner a salvo la ciudad!¡Hay que eliminar enemigos, no salvar gente!
-¿Y dejarlos morir?¡Han luchado más que todos nosotros!
-Son solo tres almas Miguel. Tres almas a cambio de asegurar la de cientos, quizá miles. La conquista del enemgio de esta fortaleza puede conducir la entrada a Roma AEterna a los herejes.

No sabía que hacer. Intenté encontrar a Dios en lo más profundo de mi alma, para saber qué elegir.

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Los herejes cargaron escaleras arriba para entrar en el enorme monasterio ya casi en ruinas, donde se habían cobijado los civiles. Solo nosotros tres nos interponíamos entre las hordas de los fanáticos y la toma completa de la ciudad.

-Este es el fin del camino, chicos- dije yo, Isaac, Templario Negro- Me alegro de haberos conocido. Le habéis dado sentido a mi vida.
Amelia me pegó una solemne torta.
-¿Por qué dices eso? Le vamos a dar una buena tunda a esos herejes.
-Si, Isaac ¿Por qué rendirse? No pienso morir ahora ¿Y sabes por qué?- dijo Duncant esperando que los herejes enloquecidos llegaran hasta nosotros.
No contesté. Le miré y noté unas lágrimas en el rostro de Duncant, aún sonriente.
-Por todos los que cayeron desde que iniciamos este camino. Por Gorke, por Ilse...por Kiara- al decir éste último nombre besó un anillo que llevaba colgando del cuello- Además Alejo, Johan y Jacqueline, aunque heridos, siguen dentro del monasterio, al igual que muchos inocentes.

Miré a mis dos compañeros y les dije convencido:
-Decidido entonces. Hoy no moriremos.

Ya quedaba menos, la larga carrera de los infieles había llegado a su fin, unos cuantos metros y entraríamos en contacto. Cerré los ojos, colocamos las espadas en posición y recité.
-La empuñadura de mi espada es mi cruz.
-La hoja de mi espada es mi fe-continuó Amelia.
-La danza de mi espada es mi oración- concluyó Duncant.

Luchamos durante un largo tiempo, y caí bajo los infieles, muerto. Muerto, de no ser porque un ángel cayó del cielo.
Cayó en medio de la batalla como las estrellas que se citan en el Apocalipsis; blandía una espada enorme, que bailaba dibujando trayectorias de muerte entre los enemigos. Los enemigos dudaron al principio ante tal enemigo, pero recuperaron moral. Los infieles no se dejaban asustar por nada, pues su amo era el ser más temible de todos. Yo tenía la mejilla pegada a la tierra, estaba herido, pero me giré para mirar a nuestro ángel salvador. El engel desplegó unas enormes alas, y las batió en el aire con furia, mostrándo un espadón que ardía con una furia sacada del infierno.
-¡Temed a la llama purificadora. Seré juez y verdugo de vuestras almas!

Y uno tras otro, los herejes conocieron el fuego del infierno en vida, para toparse más tarde con él en la muerte. Es irónico que un ángel de la muerte, nos salvase la vida.
Lo peor de la batalla, aún estaría por llegar.

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