lunes, 20 de julio de 2009

Los Ángeles de la Muerte (VIII)

Clavé la espada sobre un soldado que había tropezado al intentar huir. El grito que profirió el desgraciado al arder su alma fue el último que se escuchó en la batalla de los campos devastados de la antigua Zurich.

Sentía una sensación horrorosa, y no luchaba en condiciones. La espada que portaba no era la mía. No era mi espada flamígera. ¿Qué iba a ser de mí? Había oído historias sobre gabrielitas que, al peder sus espadas se habían vuelto locos. Incluso se hacían rituales que concluían en suicidio. Nunca me inaginé que esto me pasaría a mí.



La batalla había acabado, y los Ángeles de la Muerte, excepto yo, habían partido nada más derrotar al enemigo para levantar los asedios que acosaban a toda Europa.

Me pasé la mano por la frente, para quitarme el sudor, aunque allí había más sangre que sudor.


Totalmente trastornado y enloquecido por la pérdida de mi espada, me di media vuelta, hacia la fortaleza, y andé arrastrando los pies pasando entre los cientos de cadáveres que se había cobrado la batalla.

Por lo que veía, había mucho alboroto, y cosas muy extrañas. Mucha gente salía a toda velocidad montados en transportes sospechosos, que se movían solos.¿Podrían ser vehículos heréticos?¿Tecnología prohibida?

Cuando llegué, allí no había nada sospechoso. Todas las puertas del asentamiento habían caído excepto las del monasterio, el castillo que refugiaba a los civiles y heridos. Las casas humeaban por el fuego recién extinguido, los aldeanos buscaban supervivientes entre los montones de cadáveres, otros, simplemete buscaban a sus seres queridos. Los niños del asentamiento rodeaban a los Engels, jubilosos, alabando a sus salvadores, sobre todo a Galadriel, aunque su rostro decía que no se veía como una salvadora. No me acerqué, estaba harto de estar rodeado, y después de una batalla siempre me muestro irritable, sobre todo si había bajas. Clavé la espada en el suelo, mientras miraba a los Engels atender a sus admiradores con aire cansado. Entonces, me di cuenta de que faltaba uno de los niños. Una niña, para ser exactos. Qué más daba. Todo daba igual. Había perdido mi espada flamígera. No, era algo más que una espada, ella y yo teníamos un vínculo poderoso, como si ella también tuviera alma, ella se manejaba entre mis manos, y en vez de un arma, era una prolongación de mis brazos. El dolor de la pérdida comenzó a ser fisíco, un dolor lacerante y fuerte. Lo úlitmo que recuerdo es acercarme a una pared y estrellar mi rostro con violencia contra la dura piedra.





Cuando recuperé el conocimiento... el engel conocido como Miguel, era otro totalmente diferente. Y todo por una espada. Mi espada... que en algún momento de mi caída, se la había tragado el Infierno.
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No se cuánto tiempo estuve inconsciente, pero cuando desperté, casi preferí no haber abierto los ojos. La herida me dolía demasiado, y parecía que me estaba corroyendo por dentro. Pero notaba algo extraño en mi pecho, no podía moverme con facilidad, como si me hubieran embutido en tiras de papel. Hice un esfuerzo para agachar la cabeza, y ví mi colgante con forma de ángel, parecido a una cruz, donde ponía mi nombre y a la orden a la que pertenecía, para identificar a un posible...cadaver. Más abajo, vi que mi torso estaba completamente vendado por tiras blancas, empapadas por la sangre de la herida que cubría. ¿Quién? Miré a todos lados, no se cómo, pero creo recordar que antes de desmayarme bajé de la muralla. Me encotraba sentado en el suelo, apoyado contra un gran bloque en pie de la muralla. Parece que los niños celebraban en la plaza de la ciudad-fortaleza la llegada de sus salvadores: los Engels. Suspiré, ser Templario era horrible, te entregas a una lucha en el que sólo eres un peón y nadie espera nada de ti, salvo caer por la causa de Dios; y claro que es cierto que el mérito es de los Engels, que son los que ganan las batallas, pero...¿Qué mérito tiene ser carne de cañón? ¿Cuántos quedábamos de mi Compañía? ¿Duncant, Amelia y yo? Sentí una punzada horrible en el pecho, no era la herida, era el alma. Había recordado que Amelia podría estar muerta.

Giré la cabeza velozmente al notar la presencia de alguien. ¿Cómo no la había visto? Había una niña delante de mí, aunque alejada y medio escondida, la veía perfectamente. Me miraba, sus ojos estaban tristes, sin embargo, sonreía débilmente.
-Hola.-dije, pero las palabras me salieron débiles, acompañadas por un hilo de sangre en la comisura de mis labios. Sonreí con las fuerzas que me quedaban para que no tuviera miedo.
-Hola.-dijo ella, como levemente contenta. Era extraño, parecía que me esperaba.
-¿Qué haces aquí?¿Por qué no estas con los otros niños?-dije intentando mantener una conversación para no volver a desmayarme del dolor.
-Ellos están con los Engels.-respondió saliendo de su medio escondite, era prácticamente una cría.
-Claro, es normal. Están dando gracias a sus salvadores.-me comenzó a mirar extrañada.
-¿Salvadores?-se acercó a mí, y no comprendo por qué motivo, me puso una mano en la frente, como si quisiera medirme la temperatura.
La miré, ahora tenía la mirada ausente, como si mirara algo que no fuera a través de los ojos.
-Si. Vuestros salvadores. Los que han luchado por vosotros. Los héroes.
-Tú has luchado.
-¿Cómo lo sabes? Ni siquiera puedo mantenerme en pie.
-Lo he visto.- ¿dónde lo había visto? me pregunté.
-Solo soy un peón. Los Engels son verdaderos héroes, con esas dotes de vuelo, lucha, saber...sin duda son enviados del Señor.- miré al cielo sin saber que buscar pero la niña me interrumpió.
-He visto que has luchado contra lo inombrable, has luchado contra lo imposible siendo un simple mortal, sin poseer las grandes habilidades y poderes de los Engels por una causa que realmente no conoces a fondo. No eres un héroe, no, y has luchado sin serlo. Y eso te convierte, para mí, en uno.

Me abrazó de forma bruta, como cualquier niño abrazaría a alguien que hace tiempo que no ve. Se estampó contra mis vendas y, por consiguiente, en mi herida. Ahogé un grito de dolor, y le acaricié los cabellos. Parecía totalmente afectada.
Las lágrimas brotaron en mis ojos de forma torrencial. Entre las lágrimas ví a un niño dirigirse hacia nosotros. Bueno, realmente se dirigía hacia la niña.

-¡Lois, Lois!¡Los Engels van a partir dentro de poco!¿Qué haces aquí perdiendo el tiempo con un guardia? ¡Vamos!
Suspiré y le despedí con la mano. Ella, antes de echar a correr, me dijo con una sonrisa fatigada.
-Volveremos a vernos. Si lo deseas.

Y se fue. Curiosamente era verdad, la volvería a ver, aunque dentro de varios años. Creo que ella lo vió en lo más profundo de mi alma.

Intenté levantarme. Me agarré de forma penosa en los huecos del muro donde estaba apoyado. Caí, pero alguien me sujetó durante la caída.

-Muchacho, no es momento de caer. Al menos, no después de haber sobrevivido a una batalla de tal calibre.
-Gorke...- se puso un dedo en los labios, para que no hablara, parecía triste.
-Isaac, hay alguien que te quiere ver, quizás antes de marcharse.
-¿Tan mal está?
-Si no viene un rafaelita ahora mismo, si.-me puso el brazo alrededor de él y me llevó a pulso, prácticamente, pues apenas podía mover las piernas.
-¿Y Duncant?
-Buscando ayuda enloquecido.

Fuímos rápidamente hacia el monasterio. EL campo de batalla, mejor ni describirlo. Noté que cuanto más me acercaba al monasterio, más lento caminaba. Gorke aunó fuerzas para llevarme incluso a pulso.
-Venga muchacho, este no es momento para acobardarse.-me recriminó mi antiguo sargento.

Subimos las escaleras, y atravesamos la débil puerta del monasterio-fortaleza. Allí había dispuestas, nada más entrar, cientos de mantas, con sus respectivos heridos, moribundos y muertos. El olor que desprendía el lugar era el nausebundo olor de la miseria y la muerte. Fui donde estaban mis compañeros y amigos, al fondo de la sala. Cuando llegué ya estaban retirando los cuerpos de Alejo y Jacob. Seguramente habrían fallecido durante la batalla. Jacquelin, la francesa se había incorporado, con una venda que cubría toda su cabeza, empapada en sangre, y estaba alejando de ella sus espadas gemelas, llorando la muerte de su compañero de armas, Jacob. Por otro lado, Johan, el más culto de la Compañía, había perdido un ojo, pero estaba tranquilo, y ojeaba la Biblia, para variar. Busqué instintivamente a Ilse, la exploradora, pero recordé que ella había muerto hace un tiempo, cuando comenzamos esta misión suicida. Habían puesto otra manta, que era ocupada por Amelia. Gorke, se colocó detrás mía y miró a sus antiguos soldados...a los que quedaban.

-Intenté advertiros que la Iglesia os mandaba a una misión suicida. Y aún así fuisteis. No sé si sois valientes, o estáis majaras.

Jacqueline y Johan se quedaron boquiabiertos.
-¡Armatura Gorke, está vivo!-dijo la francesa.
-Pues claro que estoy vivo, muchachos. Lo único que hice fue desertar de la Orden.-dijo bastante irritado por la confusión y cansado de dar explicaciones.
-Pero nos dijeron que había muerto.
-Mentira.

Se hizo un silencio entre nosotros. Sólo se escuchaban los gemidos de los moribundos. Supongo que el silencio se debía a la duda que nos asaltaba a todos en ese momento. Duda que iba a aclarar.

-¿Por qué nos abandonó en esta misión suicida?
-Os advertí de esta misión. E, Isaac, nunca os he abandonado. Os he estado protegiendo las espaldas todo este tiempo y siempre lo haré. ¿Por qué crees que hemos llegado tan rápido para auxiliaros?
-¿Usted solo?-Gorke me pegó una colleja ante la pregunta como si esperase una pregunta tonta.
-¿Cómo voy a ayurados yo solo? Piensa, Petirrojos.
-Petirrojos...¿Como Nicholae y Josué?
-Exacto, a ellos recurrí. Y ahora soy sargento.
-¿Sargento? ¿Tan rapido?
-Muchacho, tengo más experiencia en combate que esos jovencitos, y encima, he dirigido a los mejores Templarios, y conocido las estrategias de la Iglesia.
-Pero ahora eres un hereje...creía que eras creyente.
-¿Quién dice que ahora no?
-Portas la tecnología que ha prohibido Dios. La que ha llevado este mundo al traste.
-Sólo he cambiado en la manera de servirle a Él. Aunque sea una manera, bastante diferente. Puedes definirlo como combatir el fuego con el fuego. A efectos de juego, hago un favor a la Iglesia, siempre que no se ponga de por medio.

Amelia ya había sido colocada entre las mantas, y un curandero intentaba sanar sus heridas. El curandero estaba bastante angustiado...aquello no marchaba nada bien. Seguía sin recuperar el conocimiento, y había dejado de respirar, me miró y se dirigió a mí . Me arrodillé a su lado, sin poder hacer nada por despertar a mi compañera de armas. Las lágrimas afloraban y brotaban violentamente, limpiando la sangre de mi rostro, acompañado de espasmos de ira ante tal horrible situación. El rostro de mi binomio estaba empapado en su propia sangre, y se estaba formando pequeñas costras rojizas al comenzar a secarse alrededor de la herida abierta. Hundí mi rostro en su manta, encharcada del líquido de la vida, y me ahogué en el olor cobrizo de la sangre. Mi cabeza se movía involuntariamente, restregando mi cara por la manta sofocando el llanto, temblando de miedo, llegué al cuello de la moribunda, también herido. Mi mano le apartó los cabellos grasientos del rostro ceniciento con unos temblores que impidieron la delicadeza en el gesto. Mis lágrimas bañaron su cuello, y luego lentamente pero implacable, llegué a su oído.

-Amelia, no te rindas. Nos dijiste que no nos separaría nada, que nosotros estábamos por encima de ángeles y demonios, la muerte no debe ser un problema entonces para tí. Pero si vas a morir, al menos prométeme que lucharás mano a mano contra ella. ¡Maldita sea! ¡Respira!- Sin darme cuenta, pues de otra manera no lo haría, besé su rostro ensangretado, estampé mis labios sobre la sangre seca de su mejilla y corrieron sobre las comisuras de mis labios su sangre fresca. Saqué la pluma de engel que llegara hasta mí desde el cielo antes de concluir la batalla, y sin pensarlo, le di alas con un soplo, acompañado de un deseo que se escapaba por la ventana.
Entonces...comenzó a toser violentamente. Y yo creyendo que se marchaba me arañé el rostro, apartando hileras de sangre con las uñas como un rastrillo que atraviesa un mar rojo, y quise huir. Una mano me lo impidió. Un débil susurro me bloqueó. Un moribundo comentario, me clavó el alma.

-Morir...sería demasiado fácil.-dijo ella con una sonrisa, y los ojos entornados.

Unas alas se interpusieron en el camino de mi visión que agregó algo estupefacto:
-Realmente para que despertara necesitaba algo más que un rafaelita. Soy Noxel, y voy a curar a vuestra compañera de armas.
Una sombra que venía de frente se estampó contra mí sin darme opción a esquivarla: Duncant. Fue un abrazo violento y afectuoso, también lloraba amargamente.
-Ha sido duro, pero he encontrado un rafaelita. Saldrá de esta. Gracias por mantenerla despierta. Si alguien podía hacerlo, ese eras tú.

"¿Yo?" pensé y ahí se quedó toda idea, puesto que mi compañero se había estampado contra mis vendas y me concentraba en que no se me notase una mueca de dolor en mi cara. Una persona se apuntó al abrazo, nuestro ex-armatura Gorke, segundos más tarde, se sumaban el resto de mi Compañía de Templarios: Jacqueline y Johan, unos pocos de todos los que iniciamos este camino. Ese abrazo me destrozó el cuerpo, pero me alivió el alma. Y las palabras de la rafaelita que me salvara la vida en batalla retumbó haciendo eco en mi ser.

"Siempre hay algo por lo que luchar..."

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