jueves, 14 de enero de 2010

Memorias de un Templario Negro (XXIII)

Con ángeles soñaba. Ahora los miro con hastío.

La gente cambia ¿no? Aunque la Iglesia siempre ha sido igual. Ya sea la cristiana anterior al Segundo Diluvio o la angélica salvadora. Deberían saber que la verdad se encuentra en cada uno de nosotros, en nuestra propia interpretación, no en la palabra literal.

Pero que sabré yo, solo soy un cadáver que no ha empezado a descomponerse aún.

Como Duncant me dijo antes de echarse a dormir aquel día, cada uno ve Roma dependiendo de la fe en la Iglesia que tenga su alma. Es cierto, he de decir que existen y ha existido siempre dos Roma en una: la libertadora y esperanzadora vista por los ojos del ciego creyente, y la opresiva cárcel vista por los escépticos y herejes.

Yo vería las dos.

Sigo escribiendo.

Me desperté bruscamente, con una sensación de vértigo en el estómago. Ya casi salía el sol, era cuestión de un par de horas. Solo había que esperar un poco para que esa mañana comenzase. Nunca había visto Roma, ni siquiera había peregrinado allí el día de los Niños, fiesta en la que el Papa bendice a las nuevas generaciones personalmente, ya que ellos eran la esperanza del mundo. Yo ya contaba ese día con 19 años, así que ya era un poco tarde para que el Pontifex me bendiciera como niño. Además, la fiesta ya había pasado, ahora se acercaba la Consagración o bautismo de los últimos ángeles llegados a la tierra. Sentía un poco de vergüenza servir a la Iglesia y no haber pregrinado a su ciudad más sagrada e importante, la ciudad eterna, la cuna de la esperanza de los hombres del siglo XXVII.

Me asomé por el ventanuco del barracón donde dormíamos. Aún no amanecía, debían faltar unas horas. Clavé los ojos en el horizonte desértico, una estepa marrón y áspera, no podría haber mejor lugar para situar un cuartel de caballería pesada. Solo esperaba a un rayo de sol para despertar a mis compañeros y salir casi corriendo a Roma. Qué ganas tenía de verla. No podía esperar, así que me fuí adelantando a despertar a mis compañeros aunque les quedaran como una hora de sueño. Decidí por empezar por Duncant, si intentase despertar a otro primero, seguro que me obsequiaban con un buen gancho o un buen corte. Muchos, como yo, dormíamos con una daga bajo la almohada y podíamos llegar a ser mortales si no se nos despertaba adecuadamente.

-¡Duncant, Duncant!¡Ya casi es de día!¡Vamos!¡Levántate!-la emoción me pudo y mi voz salió bastante alta.

Duncant se dió la vuelta en su destrozada cama murmurando a la par.

-Quiero dormir un poco más...-su frase acabó en una respiración profunda. Decidí cambiar de objetivo.

-Amelia-aquí susurré, no quería llevarme un guantazo.-Levanta. Solo tenemos un día de permiso en Roma y hay que aprovecharlo...
Ella me contestó con un pie puesto todavía en el mundo de los sueños.
-Un día en ese agujero no tiene ni punto de comparación con cinco minutos más durmiendo.-dicho esto se tapó la cara con la almohada.
Pero no se iban a deshacer de mí tan facilmente. Empecé a saltar en sus camas. Ese día estaba radiante de felicidad, incluso podía relacionarme con los demás sin problemas de timidez. Siempre había escuchado que para un creyente la primera peregrinación a Roma Aeterna era mágica.
Seguía saltando sobre la cama de Duncant, que botaba con mis impulsos.
-Isaac por el amor de Dios vuelvete a dormir...quedará como una hora para que amanezca.-me suplicaba mi compañero, pero hice oidos sordos. Mis saltos pasaron a la cama de Amelia. Pero ella no iba a tener tanta compasión conmigo como Duncant. Mientras saltaba cerca suya se defendió de mis sacudidas verbalmente, todavía no estaba despierta del todo, así que puse más empeño en dar mas sacudidas.
-Nadie diría que eres un Templario viéndote saltar sobre mi cama como si fueras un chiquillo al que van a llevar a la feria.
No surtió efecto, normalmente ese comentario me habría rebajado muchísimos los ánimos, pero la fe que se me apoderó de mí en esos momentos era gloriosamente ciega. Así que pasó a la acción. Me hizo una llave apresando mis piernas con las suyas y me tiró de su cama. Fue un buen coscorrón.
La puerta se abrió de golpe. Ilse apareció del otro lado de la camareta donde dormían Johan, Alejo y ella. Entró con la espada desenvainada en una clara posición de lo que conocemos como defensa castellana. Presentaba un aspecto somnoliento y estaba casi desvestida. Johan y Alejo iban detrás protegiendo su retaguardia con sus respectivas espadas.
-¡Quién ataca!¿Dónde está el enemigo?¡¿Quién forma tanto jaleo?!
Duncant y Amelia empezaron a desperezarse mientras me señalaban. Mi timidez volvió enseguida. Los cabellos pelirrojos y largos de Ilse no estaban recogidos en su habitual larga trenza, sino que era una maraña de telarañas rojizas sobre su rostro.
-¡Pero si queda una hora para que amanezca! ¡¿Que haces tan temprano montando follón Isaac?! De verdad que los más jóvenes no tenéis respeto por nada. ¡Mierda! Ahora me has hecho sentirme vieja-me agarró de la oreja y me arrastró hasta la calle de un empujón.-¡A hacer ruido a otra parte!
Un grito anónimo se escuchó fuera.
-¡Callarse joder!
-¡No me callo!-Ilse tenía un pequeño defecto, y es que no podía callarse una vez empezaba, sobre todo si eran discusiones.
Otro Templario se escuchó gritando en la madrugada.
-¡Dormíos ostias!-así de delicados eran los Templarios Negros, pero se les perdonan estas pequeñas blasfemias y herejias ya que lo que sufren en combate es mucho.
-¡Mañana marcho a las Tierras Marcadas!¡Callaos!
-¡Una mierda!¡Tú lo que tienes es una resaca que no te aguantas!-Ilse haciendo amigos.
-¡Él no lo sé, pero yo sí!¡Silencio!-decía otro.

Omitiré el resto. Todos se callaron cuando amaneció. Nadie se enteró de que el que originó el follón fui yo. Menos mal.
Cuando amaneció despertó el cuartel. A la mañana ya éramos todos amigos. Así era el ciclo del cuartel, podíamos matarnos entre nosotros en una taberna y al día siguiente en campaña ya éramos hermanos de sangre. La unión de la Orden era...peculiar, pero sólida.
Con el sol rozándonos la cara en la destartalada cuadra, empezamos a ensillar ausentes y metódicamente los caballos. Se suponía que la marcha a Roma era como un regalo. ¿Por qué era el único emocionado?
¿Era por la juventud? No, Amelia tenía casi la misma edad que yo y tenía un gran cabreo encima. Duncant tendría un par de años más que Amelia, y el resto un años más que Duncant. Menudo lío. El caso es que todos éramos jóvenes, su poca ilusión debía ser por otra cosa.
El camino a Roma fue tranquilo, con un sol cálido, nada abrasador. Pocas veces se ve al astro rey después del desastre que se desencadenó en el mundo, pero así tenía que ser, ese día se celebraba la Consagración. Gorke iba en cabeza, discutía con Johann de tácticas de caballería, hablaban sobre las ventajas y desventajas de la formación en cuña para penetrar las defensas del enemigo. Amelia estaba desayunando durante el camino, total, iba a caballo, no tenía que hacer gran esfuerzo. Alejo estaba ausente, revisando equipo. Jacob iba atrás, brazos en cruz, ojos cerrados y mirada al sol, como si añorase algo, como si la luz del sol le trayera buenos recuerdos, ya que en su rostro se dibujaba una media sonrisa. Duncant y Jacqueline hablaban animadamente, pero él llevaba el hilo de la conversación ya que relataba una pequeña escapada y aventura que tuvo con Kiara en los entrenamientos cuando se conocieron. La francesa reía con ganas y el brillo de sus ojos la delataban. Su gran interés por las pequeñas anécdotas amorosas de Duncant con Kiara eran incuestionable.
-Ella debía ser una magnífica muchacha.-terminó diciendo ella con admiración.-Lamento no poder haberla conocido.-se puso cabizbaja, lo decía de corazón, ella admiraba a Kiara sin nisiquiera haberla conocido. No hacía falta, solo necesitaba el testimonio de Duncant.
Él miró hacia otro lado. Sé lo que estaba pensando, era un libro abierto: "No la conocerás porque yo la maté". Se llevó la mano al brazo, buscando algo.
Y yo...bueno, Ilse me echaba la bronca por haberlos despertado a todos de esa manera y yo no sabía donde meter la cabeza.

La ciudad eterna ya se veía al fondo. Enormes y blancos e immaculados edificios. Banderas de las órdenes angelicales que orlaban sus ventanas. Algunos rascaban el cielo, otros eran tímidamente bajos. Pero solo uno se perdía en las nubes: el firmamento miquelita. Las numerosas caravanas y puestos de mercadillos se saturaban en la entrada de Roma, en un cuello de botella espeluznante. Roma seguía latiendo desde hace mucho, y siempre lo hará. Eternamente.

Y solo tenía un día para aprovechar la instancia allí. La hora de la Consagración se aproximaba. Me acordé del ángel Galadriel. Nosotros íbamos a participar en su consagración.
La ciudad eterna nos esperaba.

2 comentarios:

  1. Cada vez que escribes te superas más ^^.

    RomaEterna... donde la fe de los hombres no debería cuestionarse, y sin embargo...

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