Mi juventud llegó tarde, en un
momento en el que ya ni se la esperaba. O, mejor que eso, puede que llegara
justo cuando más lo necesitaba. Llegó más tarde de lo esperado, sí, pero
solo en el estricto sentido que dicta el tiempo, los años y la edad. Tampoco llegó de forma
típica, apareció como contenido y no como continente. Nació como un estado que
floreció en mi pecho a la primavera de tu compañía.
Aún respira como un jardín, a pesar de las áridas sequías, cuidando siempre las mismas flores. Flores que no huelen ni a colegio
ni a verbena, sino a la emoción de viajar en autobús y saber que en cualquier
parada estarás tú, paseando casualmente; huele al abrazo tembloroso de la emoción de un reencuentro nuestro, y al paseo tranquilo bajo el crepúsculo por la ciudad; huele al
arañazo a las agujas del reloj, con el que nos divertimos jugando a ganarle
todos los segundos posibles, antes de tener que separarnos una vez más.
Mi juventud huele a tu aroma acunado en el viento.
Y cada día es más florida y
regada. Y sé que en ese jardín me apoyaré sobre ti, bajo la sombra de las hojas, y todas las
tardes escucharé tu corazón sereno, rezando que todo estará bien.
Y sabré que ya pueden
llegar los peores inviernos de mi vida, que las flores se encuentran en tu
mirada, tus labios y tus manos, y eso siempre arrojará más luz que cualquier verano. Porque
todo pasará, morirá y renacerá mientras que nuestro amor siempre permanecerá en nuestro pecho. Y ese, es un milagro mayor que cualquier primavera. Los otoños no
importarán, porque la juventud no es cuestión de ninguna época, sino de como te hace vivir quién camina a tu lado.
Y yo siempre encontraré mil
maneras de enamorarme de ti, igual que encontraré mil excusas para sentirme joven en nuestro jardín. Aquél que nos
arrojará sombra y color para no tener que estar jugando a robarle segundos al
reloj hasta volver a estar juntos.
Y estarlo, sin más.
Te quiero.